jueves, 10 de enero de 2008

La influencia del ambiente familiar en el niño

El ambiente familiar influye de manera decisiva en nuestra personalidad. Las relaciones entre los miembros de la casa determinan valores, afectos, actitudes y modos de ser que el niño va asimilando desde que nace. Por eso, la vida en familia es un eficaz medio educativo al que debemos dedicar tiempo y esfuerzo. La escuela complementará la tarea, pero en ningún caso sustituirá a los padres.


El ambiente familiar es el conjunto de relaciones que se establecen entre los miembros de la familia que comparten el mismo espacio. Cada familia vive y participa en estas relaciones de una manera particular, de ahí que cada una desarrolle unas peculiaridades propias que le diferencian de otras familias. Pero el ambiente familiar, sea como sea la familia, tiene unas funciones educativas y afectivas muy importantes, ya que partimos de la base de que los padres tienen una gran influencia en el comportamiento de sus hijos y que este comportamiento es aprendido en el seno de la familia. Lo que difiere a unas familias de otras es que unas tienen un ambiente familiar positivo y constructivo que propicia el desarrollo adecuado y feliz del niño, y en cambio otras familias, no viven correctamente las relaciones interpersonales de manera amorosa, lo que provoca que el niño no adquiera de sus padres el mejor modelo de conducta o que tenga carencias afectivas importantes.



El ambiente familiar no es fruto de la casualidad ni de la suerte. Es consecuencia de las aportaciones de todos los que forman la familia y especialmente de los padres. Los que integran la familia crean el ambiente y pueden modificarlo y de la misma manera, el ambiente familiar debe tener la capacidad de modificar las conductas erróneas de nuestros hijos y de potenciar al máximo aquellas que se consideran correctas.

Para que el ambiente familiar pueda influir correctamente a los niños que viven en su seno, es fundamental que los siguientes elementos tengan una presencia importante y que puedan disfrutar del suficiente espacio:

AMOR
AUTORIDAD PARTICIPATIVA
INTENCIÓN DE SERVICIO
TRATO POSITIVO
TIEMPO DE CONVIVENCIA
1. Amor


Que los padres queremos a nuestros hijos es un hecho evidente. Pero que lo manifestemos con suficiente claridad ya no resulta tan evidente. Lo importante es que el niño se sienta amado. Para ello, además de decírselo con palabras, tenemos que demostrar que nos gusta como es, que queremos su felicidad, que sienta la seguridad que le damos, el apoyo y el reconocimiento y ayudarle en todo lo que necesite. Y esto se consigue mediante los pequeños detalles de cada día: mostrando interés por sus cosas, preguntando, felicitando, sabiendo lo que le gusta e interesa, y mostrándonos comprensivos y pacientes.


2. Autoridad participativa

Tiene que ver con la manera de ejercer la autoridad. Considero indiscutible que los padres deben saber cómo ejercer la autoridad. La autoridad es un derecho y una obligación que parte de nuestra responsabilidad como padres en la educación de nuestros hijos. Pero la autoridad sólo tendrá una función educativa correcta si se ejerce de manera persuasiva cuando los hijos son pequeños, y de manera participativa cuando ya sean mayores. Difícilmente serán educativos aquellos mandatos que no vayan precedidos de razones o que no hayan tenido en cuenta las opiniones y las circunstancias de los hijos.

3. Intención de servicio

La intención del servicio que brindamos los padres a los hijos tiene que ver con la intencionalidad o la finalidad de nuestra autoridad y de nuestras relaciones en general. Los padres debemos buscar la felicidad de nuestros hijos y ayudarles para que su vida sea más agradable y más plena. Nunca debemos utilizar nuestra autoridad para aprovecharnos de nuestros hijos ni vivirla como un privilegio o una ventaja que tenemos sobre ellos.

4. Trato positivo

El trato que brindamos a nuestros hijos y a nuestra pareja debe ser de calidad y positivo, es decir, agradable en las formas y constructivo en el contenido. Es frecuente que nuestros hijos escuchen de nuestros labios más críticas que halagos. No debería ser así. Debemos comentar todo lo bueno que tienen las personas que conviven con nosotros y todo lo positivo de sus acciones. También podemos y debemos comentar las cosas negativas, pero no debemos permitir que nuestro afán perfeccionista nos haga ver sólo los defectos que hay que mejorar. Pensemos que con ello podríamos lesionar gravemente uno de sus mejores recursos: su autoestima.

5. Tiempo de convivencia

La quinta condición para un buen ambiente familiar es que tengamos suficiente tiempo para compartir con los hijos y con la pareja. Seguramente es una condición que muchas veces no depende de nosotros y que a veces resulta difícil de conseguir. Pero es necesario que exista tiempo libre para disfrutar en familia y que permita conocernos los unos a los otros, explicarnos lo que hacemos, lo que nos gusta y lo que nos preocupa, y que podamos ayudarnos y pasarlo bien juntos. Muchas veces no es necesario disponer de mucho tiempo, sino que el tiempo que tengamos sepamos utilizarlo correctamente. Algunos padres disponen de mucho tiempo para pasar con los hijos pero están con ellos mientras está la tele encendida, hacen la cena, hablan por teléfono y otras mil cosas a la vez, sin prestar demasiada atención a "estar" realmente con su hijo. Quizás es mejor para el niño que sólo dispongas de un par de horas pero que estés con él dibujando, yendo en bicicleta o explicándole un cuento. Ese es un tiempo de convivencia de calidad, porque tu atención está centrada en tu hijo y eso él lo nota y lo agradece.


Cuanto mejor se cumplan estos 5 requisitos y más atención pongamos en ellos, mejor será la educación que recibirá vuestro hijo de su entorno familiar, y gracias a ella él conseguirá:

Recibir la información adecuada sobre aquellas actitudes y valores sociales y personales que se consideran correctos, gracias al buen ejemplo de sus padres.


Recibir información sobre sí mismos, sobre cómo son, a través de nuestras opiniones, reacciones y juicios de valor y de la calidad del trato que les otorgamos.


Desarrollar la confianza en sí mismo y la autoestima gracias a las manifestaciones de amor y de reconocimiento que colman sus necesidades afectivas básicas: necesidad de afecto, necesidad de aceptación y necesidad de seguridad.
Me gustaría acabar este artículo con una anécdota que se quedó conmigo como una imagen entre mis ideas revueltas y que hace referencia a la importancia de poder y saber dedicar tiempo a las cosas que son realmente importantes. En cierta ocasión, un viajero que esperaba el tren, se acercó al jefe de la estación que, habiendo acabado su turno, seguía en la estación cuidando unas flores que adornaban un parterre de la estación.

- ¿Cuántas horas trabaja cada día? - Le preguntó con una sonrisa amable.
- Ocho horas justas - le respondió dejando la regadera y mirando complacido las flores.
- ¿Nunca más o menos?
- Nunca menos porque, si no, no podría comprar mis flores y nunca más porque, si no, no podría disfrutarlas.

Cómo saber si mi hijo es inseguro

La seguridad en uno mismo no es una cualidad innata que poseen algunas personas. Más bien es una consecuencia del nivel de autoestima conseguido. ¿De qué factores depende la autoestima en un niño?¿Cómo podemos los padres incrementar el nivel de autoestima de nuestros hijos?


Es posible que hayas notado que tu hijo, de pocos años, se comporta de forma insegura: no se atreve a hacer algunas cosas él solo, le cuesta relacionarse con otros niños, no consigue progresar en sus primeros aprendizajes escolares, se rinde al primer intento, tiene un sentido del ridículo muy acentuado... Aunque quizás tu hijo es muy pequeño todavía, seguramente te preguntarás si puedes hacer algo para conseguir que viva las cosas sin pasarlo tan mal, de una manera más libre y espontánea. La respuesta es sí.



Los padres podemos ayudar a nuestros hijos a tener más seguridad y confianza en ellos mismos.



La seguridad en uno mismo es fruto del convencimiento de que se tiene capacidad suficiente para manejar algunas situaciones con éxito y que se puede ofrecer algo valioso a los demás. Esta seguridad es consecuencia de lo que se ha convenido en llamar autoestima.

La autoestima es lo que cada persona siente hacia sí misma, la medida en que le agrada su propia persona. Tener autoestima significa saber que eres valioso y digno de ser amado. Valioso porque eres capaz de resolver algunas situaciones con éxito y por lo tanto puedes estar a la altura de los demás, y digno de ser amado porque eres una persona y por lo tanto tienes derecho a ser amada de manera incondicional, dicho de otro modo, sabes que tienes personas a tu alrededor a las que realmente les importas. Nótese que se trata de que el niño se sienta valioso y querido, no del hecho objetivo de que tenga cualidades o habilidades sobresalientes o de que haya personas que le quieran. Puede ocurrir, y de hecho ocurre, que un niño con suficientes habilidades y con unos padres que le quieren no perciba estas realidades y se sienta inseguro y poco digno de ser amado. Se puede decir que cada reacción de los demás añade o quita algo de lo que el niño siente sobre su valía. Y puestos a valorar, es necesario saber que las reacciones de las personas que rodean al niño son más importantes que la posesión o ausencia de cualquier habilidad o defecto concreto.



La autoestima se construye a partir de las propias comparaciones con los demás y de acuerdo con las reacciones de los demás hacia él.

La imagen de sí mismo, que empieza a construirse durante la infancia, y el grado de complacencia que le produce esta imagen son dos realidades que se irán modificando a lo largo de toda la vida en función de las nuevas experiencias, de la propia conciencia y de las nuevas reacciones que tengan los demás.

Las reacciones de las personas que son más importantes para el niño desde un punto de vista afectivo (padres, familiares, profesores o amigos), son las que producen más impacto en su autoestima. Estas personas actúan como espejos en los cuales el niño ve reflejada la imagen de sí mismo y, a través de ellas, se va conociendo y va percibiendo el grado de aceptación y aprecio que producen sus actuaciones y su propia persona. Es como si la imagen que ve reflejada apareciera distorsionada por los sentimientos y expectativas de la persona-espejo. Si los sentimientos son positivos, el niño recibirá un reflejo que le gustará, con el que se sentirá bien y que ayudará a aumentar su autoestima. Si los sentimientos son negativos, el reflejo que verá será feo, sin valor y no merecedor de cariño. Ese reflejo le causará dolor, rabia y provocará el rechazo a su propia persona y el descenso de su autoestima.

Por eso, son las personas afectivamente más cercanas al niño, las que más pueden influir y potenciar el crecimiento de la autoestima.

Aunque la realidad no lo permite, vivamos por un momento la ficción de un acontecimiento de dos maneras muy diferentes. Vamos a imaginar a un niño, que hace pocas semanas que ha comenzado la escuela primaria, al que su profesora le ha felicitado por un trabajo muy bien hecho y se lo ha dado para que se lo enseñe a sus padres.

Ficción 1

"Por suerte cuando llegó a casa encontró ya a su padre. Muchos días a estas horas aún no había vuelto de trabajar. Estaba leyendo un periódico con mucha atención.
- ¡Mira papá! - Exclamó desde la puerta mientras corría hacia él - la señorita me ha dicho que te lo enseñe.
- Muy bien, felicidades, así me gusta, espero que sigas así. - Contestó su padre con una sonrisa, después de echar una ojeada al trabajo y mientras que con una mano sujetaba el periódico cerrado pero manteniendo con el dedo la página que estaba leyendo.
Después de acariciarle el pelo, le animó a ir a merendar y a dejar la cartera a su cuarto. Por su parte él volvió a sumergirse en el periódico."
Ficción 2

"Por suerte cuando llegó a casa encontró ya a su padre. Muchos días a estas horas aún no había vuelto de trabajar. Estaba leyendo un periódico con mucha atención.
- ¡Mira papá! - Exclamó desde la puerta mientras corría hacia él - la señorita me ha dicho que te lo enseñe.
- Es un trabajo estupendo, -contestó su padre con una sonrisa mientras dejaba el periódico y observaba con atención el trabajo - hay diez problemas y todos te han salido bien, aunque veo que en este y en este tuviste que borrar.
- Sí, eran muy difíciles, pero los pensé más y a la tercera vez los tenía bien y la seño no me riñó cuando no lo sabía y me lo explicaba.
- Esto que me explicas sí que me da alegría, - comentó su padre con cara de escuchar el detalle más importante de la historia - aunque te salían algunos problemas mal no te has desanimado ni te has enfadado y te has seguido esforzando hasta que lo has conseguido. Estoy contento porque te has portado como un valiente. ¿Estás contento?
- Claro - contestó con una sonrisa que no podía ser más grande.
- Vamos a enseñárselo a mamá - propuso el padre - verás que contenta se pondrá.
Mientras tanto el periódico se quedó solo en un rincón del sofá."
¿No es cierto que la reacción del padre en la primera ficción refleja una aceptación y un valor muy diferentes del de la segunda ficción? ¿Cuál de los dos papás-espejo contribuiría a aumentar la autoestima del niño?

Es muy importante tener en cuenta que la percepción que tienen los niños de las reacciones de sus padres no se alimenta exclusivamente de las palabras que dicen. Ni mucho menos. Los niños se dan cuenta de todo y valoran las actitudes que acompañan a las palabras, la atención sincera, la honestidad de los sentimientos y la verdad que esconden. La exageración, por ejemplo, le hace sospechar que le están engañando, que más que un espejo es una película, y ello le hace desconfiar de los sentimientos.

Cómo corregir a nuestros hijos

Mira que eres torpe" o "qué niña tan marimandona" o "no seas llorón" son algunas de las etiquetas en ocasiones colgamos a nuestros hijos cuando reiteran una conducta. No lo hacemos con la intención de ofender, pero si lo repetimos varias veces el niño puede sentir que lo limitan, que es de esa manera y por mucho que haga no conseguirá cambiar. Debemos animarlo y darle la oportunidad de mejorar su personalidad.


"Trate a las personas como si fueran lo que deberían ser y las ayudará a convertirse en lo que son capaces de ser."
Goethe



La cuestión de las etiquetas es, pedagógicamente hablando, una cuestión de límites, pero en el sentido negativo de la palabra. La capacidad de aprendizaje del niño está limitada por un lado por su herencia genética y por otro por el ambiente más o menos favorable en el que se desenvuelva. Las etiquetas son límites que imponemos a nuestros hijos, casillas en las cuales deben caber y a las que deben amoldarse respondiendo a las limitadas expectativas que hemos puesto sobre ellos.

"¿Siempre has de ser tan tozudo?"; "¿Lo ves? Es que eres un manazas, no haces nada bien hecho"; "Deja de mirarte en el espejo de una vez, presumida". Mensajes como éstos acompañan el quehacer diario en nuestros hogares. Son aparentemente neutros, y la mayoría de veces inconscientes, pero debemos revisar si ayudamos con ellos a nuestros hijos a avanzar correctamente o si por el contrario estamos cerrando la puerta al cambio y al aprendizaje.

Bernabé Tierno, en su obra Tu hijo, problemas y conflictos, reproduce un fragmento de la carta que unos padres le escriben: "Por segunda vez, ante el miedo a entregarnos las notas, porque la criatura no levanta cabeza en los estudios, mi hijo de doce años se ha marchado de casa. Hemos pasado toda la noche en vela, y cuando esta mañana ha ido mi marido a coger el coche para denunciar su desaparición, se lo ha encontrado durmiendo dentro. Hemos intentado averiguar lo que pasa, y entre todas sus angustias por ver que no puede tenernos contentos trayendo mejores notas, me ha sorprendido una frase: "Es que a mí nadie me ha dicho nunca que hago algo bien". Los mensajes que enviamos a nuestro hijo cuando nos fijamos sólo en sus errores o en sus fracasos le transmiten la idea de que no sirve para nada, o de que difícilmente logrará superar cualquier problema que se le presente.

El niño es, como todo ser humano, un ser en constante cambio y transformación. Sus capacidades adaptativas son muy grandes, pero debe encontrar un ambiente que le estimule y le aliente para el éxito. Cuando los padres resaltamos con mayor énfasis las facetas negativas de nuestro hijo, estamos yendo en contra de principios fundamentales en educación: la comprensión, el aliento y el reconocimiento del esfuerzo y de los logros.



Si en mi trabajo, una y otra vez, mi superior señala mis equivocaciones y pasa por alto mi esfuerzo y los buenos resultados en otras tareas, me sentiré desmotivada, apática frente al trabajo y probablemente sin ideas. Cuando tildamos a nuestro hijo de "vago", de "despistado" o de "fracasado" estamos haciendo mella profunda en el concepto que tiene de él mismo provocándole un sentimiento de inseguridad no sólo de sus capacidades sino de su propia valía. Los padres actuamos como modelos y como adultos de referencia para nuestros hijos. Ellos piensan: "Si mis padres dicen que siempre me olvido de todo, debe ser verdad", y entonces se cierran a la posibilidad de cambio, de mejora.

Es mucho más productivo, cuando un hijo ha cometido un error, intentar sentirnos como él. Verle como alguien que está sujeto a cambios y que, en ese proceso, el fracaso y las equivocaciones forman parte de las oportunidades de ver los propios problemas y mejorarlos. Cuando él reciba el mensaje: "Te has equivocado, pero te comprendo y aquí estoy para ayudarte", en vez de: "¡Otra vez, ya estoy harto de que no te esfuerces por cambiar!", entonces estaremos cumpliendo realmente con lo que ser padres significa: amar a nuestros hijos incondicionalmente, servirles de aliento constante y ser capaces de ver en él un ser humano sujeto a cambios, capaz de lograr lo que se proponga más allá de las dificultades.

A menudo es difícil ser capaz de mantener una actitud positiva, de comprensión y apoyo cuando una conducta negativa se manifiesta una y otra vez. Hemos de ser capaces de inventar nuevas maneras de corregir, vigilando nuestras palabras y manteniéndonos atentos a lo que realmente pensamos de nuestro hijo. Nosotros somos los primeros que hemos de pensar que nuestro hijo puede cambiar. Si no es así, difícilmente reconoceremos sus pequeños esfuerzos, los logros mínimos que darán paso a logros mayores, y difícilmente encontraremos las oportunidades o situaciones en que él pueda verse de otra manera y modificar la imagen que tiene de sí mismo. En definitiva, la etiqueta que tiene adjudicada y de la que debemos conseguir que se desprenda.

Tener un mal día y descargar el mal humor en los hijos

Hemos tenido un mal día en el trabajo, entramos en casa y lo encontramos todo patas arriba: el suelo lleno de juguetes mientras nuestro hijo juega con el mando a distancia. No ha hecho ninguna de las tareas que le habíamos asignado y, entonces, nuestro mal humor estalla de manera desmesurada. ¿Cómo podemos evitar herir al niño con nuestras palabras? ¿Puedo convertir el mal humor en un discurso instructivo?


Todos los padres hablamos habitualmente de forma reflexiva, ya sea en casa, en el trabajo, cuando vamos de compras o con los amigos y conocidos. Sabemos mantener la compostura y mostrarnos como personas que saben controlarse y medir tanto lo que dicen como lo que no dicen.

Si yo me pregunto ahora con quiénes utilizo más las palabras cariñosas, positivas y gratificantes, diré que con mi pareja y con mis hijos. Y seguro que es así, pero también lo es que con ellos soy capaz de utilizar también las palabras más destructivas, las más hirientes y las más negativas. ¿Es este también tu caso? ¿Te has preguntado por qué con las palabras somos capaces de herir a las personas que más amamos?

Cuando estamos relajados, descansados y de buen humor nuestras palabras reflejan ese estado interior y difícilmente hacemos uso de un vocabulario negativo o hiriente. En cambio, cuando estamos cansados, estresados o con trabajo acumulado, los conflictos cotidianos pueden adquirir dimensiones exageradas. Suele ser entonces cuando mostramos lo peor de nosotros mismos.

Centrémonos ahora en las situaciones de conflicto con nuestros hijos y mirémonos desde fuera, poniéndonos en su lugar. Verter la leche con cereales, dejar el abrigo tirado en el recibidor o no tapar la pasta de dientes, no pueden ser problemas vividos por él como para recibir las acusaciones, los gritos o las descalificaciones que, en momentos de crisis, somos capaces de verter sobre él. Adele Faber, en su útil y recomendable obra, nos dice:



Las palabras tienen el don de perdurar larga y venenosamente en la memoria. Y lo peor es que algunos niños las resucitan más tarde para esgrimirlas como armas contra sí mismos.


Enfadarse o sentir ira no es negativo en sí mismo. Son sentimientos inherentes a la naturaleza humana de los cuales todos participamos en un momento u otro. Lo difícil es sentir enfado, ira o furia sin dañar a la persona que tenemos delante, y, seamos honestos, nuestros hijos cargan a menudo con elevadas dosis de malhumor que le corresponderían a nuestro jefe, a la economía o al dolor de espalda. Aristóteles ya decía:

Cualquiera puede enfadarse, es muy fácil. Pero hacerlo con la persona adecuada, con la intensidad óptima, en el momento oportuno, por la causa justa, y de la manera correcta, eso ya no es tan fácil.



Los padres nos enfrentamos diariamente a situaciones de conflicto con nuestros hijos. A menudo, vivimos su desobediencia, o su poca colaboración o su inmadurez como una afrenta. Y es entonces cuando nuestras emociones pueden desbordarnos. Sin embargo… ¿es justo y razonable que, a veces, reaccionemos ante nuestros hijos dando rienda suelta al mal humor y al enfado?, ¿no sería conveniente preguntarnos qué deberíamos hacer para evitar que la expresión incontrolada de emociones nos causen malas pasadas de las que luego nos arrepentiremos?, porque, francamente, ¿cuántos padres son capaces de controlar siempre sus reacciones y, en consecuencia, sus palabras?

Reconocer qué sentimos es el primer paso para identificar un posible arrebato de malhumor o de enfado. Permitirnos sentir emociones negativas de cierta intensidad nos ayudará a reducir nuestra ansiedad frente a ellas.

Cuando ya hemos reconocido o identificado qué sentimos, el siguiente paso es NO RESPONDER. Salir de la habitación o cerrar los ojos unos instantes para pensar en lo que vamos a decir antes de "soltarlo". ¿Quiere esto decir que no hemos de corregir las conductas no adecuadas de nuestros hijos?, evidentemente no. Se trata de no reaccionar "en caliente", lo que es muy sencillo de entender y, en ocasiones, tan difícil de llevar a la práctica.

Una vez calmados será más fácil apreciar la dimensión real del problema y actuar en consecuencia, lo que debe permitirnos prestar atención a las palabras y huir de las acusaciones tipo: "eres un desastre, otra vez has dejado el lavabo patas arriba después de ducharte". Es preferible describir lo que ha sucedido sin emitir juicios de valor, por ejemplo: "el lavabo necesita que lo revises de nuevo si ya has terminado de ponerte el pijama". La descripción de los hechos ayuda mucho a centrarnos en el presente, en el suceso real, sin añadirle toda la carga emocional que probablemente se ha despertado en nosotros. Con ello mostraremos que le aceptamos a él como persona pero no aceptamos las acciones negativas que pueda hacer.

Añadir un comentario con buen humor es una de las mejores formas de recuperar el buen ambiente y conectar de nuevo con lo mejor de nosotros.

Finalmente, si a pesar de todo hemos perdido el control y hemos usado las palabras para agredir a nuestro hijo, seamos capaces de pedirle perdón o de demostrarle que sentimos lo que ha sucedido. Será la mejor manera de restablecer la relación cicatrizando las heridas interiores que las palabras pueden provocar.

Recordemos que la palabra es una herramienta con la que construimos o destruimos las relaciones con nuestros hijos. Ser conscientes de qué decimos y cómo lo hacemos nos ayudará en todas las situaciones a mostrarles lo mucho que los queremos

Los premios y los castigos ayudan en la educación de mi hijo

Si apruebas el examen te compro un regalo", "No, hoy no ves la tele, estás castigado". ¿Te suenan? A veces ya no sabes qué hacer para que tu hijo se comporte de una determinada manera. Es entonces cuando recurres al premio o al castigo, aunque no siempre son eficaces ni actúan de manera inmediata. En todo caso, se trata de recursos que debemos emplear con prudencia para que den resultados.


Tanto los premios como los castigos no tienen una prensa demasiado buena en algunos sectores de población. Ofrecer premios a los hijos es como reconocer un fracaso, es como si, al fallar como educadores, tuviéramos que recurrir al "sucedáneo" de los premios que, más que educar, adiestran.

Los castigos, por el contrario, no suelen dar tanta sensación de fracaso. Incluso socialmente son aceptados como padres responsables aquellos que castigan a sus hijos. De algún modo, se reconoce que el castigo sí es instrumento educativo, para terminar admitiendo que tampoco sirve de mucho porque el hijo tiene unas inclinaciones tales que no hay nada que hacer. Y se le va dejando de castigar y se acepta como irremediable "su manera de ser".

Los premios y castigos son instrumentos eficaces en situaciones en las que el proceso educativo sufre desviaciones, paradas o retrasos. Son situaciones críticas y patológicas en las que el tratamiento habitual que se suministra en el proceso educativo, que son buenas dosis de ejemplos, persuasión y reflexión no surten efecto y es necesario restablecer un cierto equilibrio. Un remedio será pues seguir una medicación adecuada basada en premios y castigos, además, claro está, de actuar en algunos otros frentes.

Premios y castigos, aunque afectan sólo a la conducta externa y, por tanto, pueden no influir en la personalidad íntima, generan un ambiente que facilita la comunicación entre las personas de la familia o mejora las capacidades de la persona. Ambos aspectos son elementos facilitadores de la educación. ¿No es cierto que será más fácil la educación de los hijos si, con ayuda de algún premio y algún castigo, conseguimos que mantengan el orden en sus cosas y usen ciertos modales? ¿No será lo mismo si conseguimos que estudien y mejoren su capacidad de razonamiento?

Retomando el símil de premios y castigos como medicinas, evidentemente su uso no puede ser indiscriminado ni generalizarse. Al igual que cualquier medicamento, es preciso adecuar su administración a la necesidad concreta del paciente y tener en cuenta sus contraindicaciones y efectos secundarios.

En resumen, los premios y castigos son recomendables y adecuados si se usan como medios temporales de obtención de logros y siempre de forma apropiada. Lea, por favor, las instrucciones de uso.




PREMIOS.

Instrucciones de uso.


Tipos de premios:
Premios previstos. Son las recompensas pactadas que se ofrecen si se presenta la conducta que se espera. El deseo de conseguirlas ayuda a regular la conducta.


Premios imprevistos. Se conceden sin previo aviso como reconocimiento a una conducta deseable. Puede producir efecto en la persona que lo recibe y en las que lo observan. Ambos relacionan las conductas deseables con la recompensa.


Premios por entregas. Son los que mantienen el interés más vivo, al concederse puntos o vales acumulables cuando se producen pequeños logros. Al alcanzar una cierta cantidad, se logra el premio.


Premios liberadores. Permiten liberarse de alguna tarea desagradable.


Composición de los premios:
De base afectiva. Consisten en expresiones afectivas de los padres, como abrazos, felicitaciones, lugares preferentes en la mesa o en el coche...


De base material. Consisten en posesiones materiales, como diversos objetos o dinero.


Relacionados con la autonomía. Ofrecen más libertad o autonomía para gestionar el dinero, el tiempo, el espacio…


Orientaciones de uso:
Definir bien lo que se espera y el premio que se puede conseguir. Luego cumplir lo pactado.


Proporcionar premios acordes con el esfuerzo realizado y con las posibilidades razonables de la familia.


Plantear la obtención del premio a corto plazo para los más pequeños.


Proponer premios alcanzables. Sólo son útiles si se confía en alcanzarlos.


Efectos secundarios:
Evitar su uso prolongado y variado porque crea adicción y no se actuará si no es a cambio de premios.


Modifica la conducta pero no necesariamente las actitudes y motivaciones, por lo que hay que combinarlos con otras acciones educativas.



CASTIGOS.

Instrucciones de uso.


Tipos de castigos:
Castigos previstos. Son las consecuencias desagradables que aguardan como respuesta a una conducta inaceptable determinada.


Castigos imprevistos. Son consecuencias desagradables que se otorgan sin previo aviso ante conductas indeseables. Tratan de evitar que se repita la conducta.


Castigos con oportunidades. Se ofrece un castigo si se da una conducta, pero se concede la oportunidad de rectificar en dos ocasiones antes de recibirlo.


Composición de los castigos:
De base afectiva. Consisten en expresiones afectivas negativas por parte de los padres como reprimendas, amonestaciones, alejamiento físico, silencio, caso omiso...


De base material. Suponen pérdida de ingresos, multas, no poder usar algo (TV, equipo de música, bicicleta...) o quedarse sin alguna posesión.


Relacionados con la autonomía. Restringen o privan de la libertad de salir, reducen el tiempo de ocio, exigen quedarse inmóvil, prohiben algunas relaciones...


Orientaciones de uso:
Elegir los castigos con prudencia. Los castigos han de cumplirse, por lo que un castigo absurdo o que no se cumple produce el efecto contrario.


Ser proporcionado a la conducta. Cuanto más indeseable, más severo.


Ser severo, es decir, ha de ser verdaderamente desagradable ya que si sólo supone una ligera molestia, se puede acabar aceptando la molestia como un mal menor.


Buscar castigos relacionados con la conducta indeseable. Así, por ejemplo, si se es descuidado y se estropean las cosas, se han de arreglar; si la conducta es molesta, se tiene que aislar...


Procurar que el castigo se acepte como algo merecido y se entienda que ayudará a mejorar.

AVISO IMPORTANTE: NUNCA LOS CASTIGOS PUEDEN ATENTAR CONTRA LOS DERECHOS Y LA DIGNIDAD DE LOS NIÑOS
Efectos secundarios:
Pueden aumentar la conducta indeseable. En algunas ocasiones, los hijos buscan llamar la atención de los padres y, al no conseguirlo con una conducta deseable, les basta con que les prestemos atención mediante castigos por las indeseables. En este caso está directamente contraindicado su uso.


Si el castigo se ve desproporcionado, injusto o absurdo, puede generar sentimientos de aversión, venganza y resentimiento. Como consecuencia, es probable que no se evite la conducta indeseable. También estará contraindicado su uso en estas circunstancias.


Dejo para el lector la elección del tratamiento más adecuado a las diferentes situaciones que se le presentarán. Y, de todas formas, en caso de duda, consulte a un especialista (profesor o psicólogo), es la persona más adecuada para facilitarle toda la información complementaria.

Cómo mejorar la comunicación con nuestros hijos

"Me cuesta comunicar con mi hijo, y eso que me intereso mucho por lo que hace, pero nunca sigue mis consejos ni confía en mí cuando tiene problemas." ¿Te has sentido así alguna vez? ¿Crees que necesitas revisar la manera de comunicar con tu hijo? Escuchar atentamente es el primer paso que nos permitirá conocer qué preocupa al niño y cuál es su estado emocional.


Los padres creemos que para comunicarnos adecuadamente con nuestros hijos nos basta el profundo amor que les tenemos, nuestra experiencia de la vida y la necesidad que ellos tienen de ser guiados y corregidos. Probablemente estos tres ingredientes, junto al sentido común, sean suficientes en muchas ocasiones para mantener una buena comunicación con nuestros hijos. Y tal vez sería un esquema válido si no existieran los sentimientos.

El mundo emocional del niño es tan o más complejo que el del adulto, lo que dificulta el entendimiento entre ambos y hace imprescindible que los padres aprendamos el arte de la comunicación para garantizar que decimos lo que queremos decir y, a la vez, escuchamos lo que realmente el niño siente y quiere decir. Esto puede parecer una nimiedad pero en las relaciones cotidianas, los conflictos, la sobrecarga de trabajo y el cansancio ponen las relaciones entre padres e hijos en constante jaque.

Nosotros, como adultos, confiamos nuestros sentimientos, problemas y ansiedades sólo a aquella o aquellas personas que sabemos que realmente nos prestarán toda su atención y nos escucharán más allá de las palabras. A los niños y a los adolescentes les ocurre lo mismo. Y cuanto más pequeño es el niño, más necesita que prestemos oídos y atención a sus conflictos cotidianos por mucho que a nosotros, en ocasiones, nos parezcan insignificantes y baladíes.

Las palabras que utilizamos como respuesta a las explicaciones de un niño pueden facilitar que continuemos el diálogo o bloquearlo. Veamos el ejemplo siguiente:



Víctor es un niño de 4 años y al salir de clase la señorita le dijo a su madre:
- Hoy he tenido que castigarle con otros niños en unas sillas aparte porque no querían volver del recreo.
Su madre podía haber contestado:
- ¿Cómo es eso Víctor? Debes hacer caso a tu señorita y entrar en clase cuando ella lo dice.
Y ahí se habría acabado la conversación. La madre no habría dejado espacio para la comunicación ni de los sentimientos ni de la situación personal vivida por el niño en el recreo.
Veamos cómo respondió su madre y qué sucedió:
Señorita- Hoy he tenido que castigar a Víctor con otros niños en unas sillas aparte porque no querían volver del recreo.
Madre- (cogiéndole en brazos y alejándose) ¿Cómo te has sentido cuando la señorita te ha castigado?
Víctor- Mal, muy mal.
Madre- ¿Por qué crees que os ha castigado?
Víctor- Porque no entrábamos en clase. Pero es que yo estaba jugando con mis amigos en el tobogán y no quería entrar.
Madre- ¿Y crees que tenías que entrar o quedarte en el patio?
Víctor- Tenía que entrar.


En el primer diálogo, para el niño, la intervención de su madre resulta vacía de contenido puesto que él ya ha llegado a la conclusión de que debe entrar en clase cuando la señorita lo llama y, sin embargo, no se tiene en cuenta cómo se ha sentido, cómo ha vivido la situación. Mientras que, en el segundo, lo que el niño recibe es: "A mi madre realmente le interesa lo que siento y lo que pienso".

Las palabras que elegimos evidencian una actitud de escucha y atención hacia el niño o de ignorancia y desatención. Según analiza el psicólogo K. Steede en su libro Los diez errores más comunes de los padres y cómo evitarlos, existe una tipología de padres basada en las respuestas que ofrecen a sus hijos y que derivan en las llamadas conversaciones cerradas, aquellas en las que no hay lugar para la expresión de sentimientos o, de haberla, éstos se niegan o infravaloran:

Los padres autoritarios: temen perder el control de la situación y utilizan órdenes, gritos o amenazas para obligar al niño a hacer algo. Tienen muy poco en cuenta las necesidades del niño y transmiten el mensaje de que los padres no están interesados en lo que el niño sienta o tenga que decir. Se erigen en la autoridad por la fuerza.


Los padres que hacen sentir culpa: interesados (consciente o inconscientemente) en que su hijo sepa que ellos son más listos y con más experiencia, estos padres utilizan el lenguaje en negativo, infravalorando las acciones o las actitudes de sus hijos. Comentarios del tipo "no corras, que te caerás", "ves, ya te lo decía yo, que esa torre del mecano era demasiado alta y se caería" o, "eres un desordenado incorregible". Son frases aparentemente neutras que todos los padres usamos alguna vez. El problema es que sean tan habituales que desmerezcan los esfuerzos de aprendizaje de nuestro hijo y le conviertan en una persona dubitativa e insegura.


Los padres que quitan importancia a las cosas: es fácil caer en el hábito de restar importancia a los problemas de nuestros hijos sobre todo si realmente pensamos que sus problemas son poca cosa en comparación a los nuestros. Comentarios del tipo "¡bah, no te preocupes, seguro que mañana volvéis a ser amigas!", "no será para tanto, seguro que apruebas, llevas preparándote toda la semana" pretenden tranquilizar inmediatamente a un niño o a un joven en medio de un conflicto. Pero el resultado es un rechazo casi inmediato hacia el adulto que se percibe como poco o nada receptivo a escuchar. Con este tipo de respuestas sólo lograremos alejar a nuestro hijo de nosotros y comunicarle que no nos interesan ni sus problemas ni sus sentimientos o que los consideramos de poca importancia, opinión de la que es fácil derivar "luego, yo tampoco les intereso".


Los padres que dan conferencias: la palabra más usada por los padres en situaciones de "conferencia o de sermón" es: deberías. Son las típicas respuestas que pretenden enseñar al hijo en base a nuestra propia experiencia, desdeñando su caminar diario y sus caídas. "Deberías estar contento, la fiesta de cumpleaños ha sido un éxito" o "deberías saber que tu profesor sólo quiere lo mejor para ti". Así estamos dejando de escuchar y de interesarnos por lo que realmente el niño o el joven está sintiendo o pensando. Después de respuestas de este tipo, nuestro hijo dará media vuelta y probablemente pensará: "ya está otra vez diciéndome lo que tengo que hacer, ¡qué pelma!".


Frente a estas actitudes, defendemos la comunicación abierta, basada en la capacidad de escuchar activamente. Escuchar activamente es algo más que percibir con nuestros oídos las palabras que nos envía la persona con la que estamos hablando. Supone estar dispuesto a captar los sentimientos del niño, la profundidad con que le ha afectado el problema y la necesidad, manifiesta o no, de hablar de cómo se siente. Y también supone respetar y aceptar al niño tal y como es, sin etiquetarlo ni rechazarlo por lo que siente o por lo que hace. Para comunicarnos de manera efectiva con nuestros hijos es necesario que aceptemos lo que son y lo que sienten, porque de esa manera podrán aceptar que no estemos de acuerdo con lo que hacen y serán capaces de confiar en nosotros haciéndonos partícipes de sus pensamientos y de sus sentimientos. Otra de las grandes ventajas que comporta mantener una comunicación abierta es la disminución de los conflictos habituales con los hijos.

Escuchar es un arte que implica en la misma proporción a la razón y al corazón. Descuidar uno desnivelará la balanza y perderemos el equilibrio necesario entre la corrección y la ternura, o entre la educación y el amor. Escuchar ha de implicarnos totalmente. Cuando nuestro hijo se acerca lloroso, apesadumbrado, disgustado, dolido o desengañado, escuchemos no sólo las palabras, sino empaticemos con él y miremos sus ojos, su corazón, sus sentimientos y emociones más profundas y sintámonos seres privilegiados por poder estar a su lado y ser con nosotros con quienes comparte sus ansias y desvelos, y démosle entonces las palabras de aliento y el abrazo necesario que les lleve a poder VIVIR Y APRENDER como seres autónomos y emocionalmente estables.

Cómo negociar la resolución de un conflicto con tu hijo

¿Cómo negociar la resolución de un conflicto?

Tu hijo quiere salir cada tarde con sus amigos y a ti te parece excesivo. Al principio lo hablasteis y ahora lo discutís. Tenéis un conflicto en casa. Cada día os enzarzáis más y la cosa va a peor. Él dice que hablar contigo es como estar delante de una pared. Tú piensas de él exactamente lo mismo. Cuando llegamos a una situación como ésta, o similar, la mejor alternativa es negociar. Los dos ganaréis y perderéis algo pero, al menos, llegaréis a un acuerdo.

En casi todas las familias surgen discrepancias, pero a veces las diferentes opiniones o maneras de entender el mundo chocan frontalmente y generan tensiones que sufren todos los de casa. En ocasiones, esta tensión acaba en un conflicto entre padres e hijos. Los problemas pueden surgir del desinterés por los estudios, de los horarios, las formas de vestir, la colaboración en casa o el uso del dinero o del tiempo libre.

Algunas veces intentamos modificar la conducta de nuestros hijos adolescentes con castigos, reprimendas y amenazas, pero entonces la superación del conflicto es tan sólo aparente. Cuando no podemos más, decidimos abandonar la lucha, dejamos a nuestros hijos por imposibles: "No le gusta estudiar", "Es muy nerviosa", "No puede controlar su pronto", "No le gustan las tareas de casa…" Con éstas y otras frases similares manifestamos nuestro abandono por la causa. Resolvemos el conflicto con la rendición total mientras guardamos en el corazón un cierto sentimiento de rencor y de culpa. O, mejor dicho, no resolvemos el conflicto.

¿Podemos hacer otra cosa? Desde luego. La alternativa es la negociación, es decir, no hay vencedor ni vencido, ambas partes ganan y pierden algo. Negociar consiste en discutir un asunto para llegar a un acuerdo que suponga una satisfacción para ambos. Es un ejercicio de tolerancia y de convivencia, es una forma de educación para la paz.

Generalmente no estamos muy entrenados para llegar a acuerdos con los demás. La negociación requiere orden y paciencia y, sobre todo, voluntad de pactar una solución al conflicto. Es conveniente tener presente en qué va a basarse el proceso de negociación y cuáles van a ser las condiciones de negociación antes de dar cualquier paso.

PROCESO DE NEGOCIACIÓN

Para que el intento sea útil conviene realizar una serie de acciones en un orden más o menos determinado. En ocasiones un error conduce a un fracaso. Ésta podría ser la secuencia idónea:

No hace falta que nuestro hijo tome la iniciativa. Si no se decide o no tiene intención de negociar, demos nosotros el primer paso. Debemos servirle de ejemplo y qué mejor manera que plantearle una negociación que, probablemente, servirá para resolver próximos conflictos, dentro o fuera de casa.


Es preferible que el diálogo se realice entre dos personas, por ejemplo entre el padre y la hija. No es muy conveniente que se produzca entre la hija y los dos padres ya que podría verse acorralada y actuar a la defensiva.


Hay que pensar en la posibilidad de que participe un mediador en el caso de que el disgusto o la actitud desafiante de nuestro hijo pueda hacernos perder los nervios en una conversación.
En algunas ocasiones, uno de los miembros de la pareja puede actuar como mediador entre el hijo y el progenitor en conflicto. En ese caso deberá convencer al hijo para que hable con su padre/su madre, o viceversa, ya que a veces también somos los padres quienes nos obcecamos y no queremos llegar a acuerdos.

Durante la conversación, el mediador debe actuar de manera neutral, procurando rebajar la tensión y evitando que el diálogo adquiera un tono irritado. Si llegamos a la conclusión de que necesitamos un mediador y los padres no podemos hacer este papel, según la intensidad y tema del conflicto, podemos buscar la colaboración de un familiar, del profesor o tutor del alumno o de un profesional de psicología.


Expresar nuestra posición de partida, explicar de manera concisa y breve lo que queremos y los sentimientos que nos despierta su actitud. Escuchar con atención la opinión de nuestro hijo o hija. La posición de partida es aquello que queremos que haga y lo que él quiere hacer. Así, por ejemplo, le diremos: "Nos gustaría que dejaras de salir todas las tardes con esos dos amigos que tienes y que te dedicaras a estudiar". A lo que tal vez respondería: "Yo quiero salir con mis amigos."


Mirar más lejos e intentar explicarnos mutuamente por qué nos interesa esa posición de partida. Se trata de explicar a nuestro hijo por qué le pedimos que actúe de esa manera y de intentar comprender las razones que nos explica. Es posible que al explicarle nuestra preocupación por su futuro ("nos preocupa mucho pensar que no aprovechas la oportunidad para prepararte y que quizá no logres un buen trabajo"), él nos replique: "Si me quedara en casa, mis amigos no me harían caso y me quedaría sin nadie con quien salir".


Buscar puntos de encuentro y ofrecer alguna compensación a cambio del compromiso. Es importante en este momento no repetir la posición de partida. Al negociar ya hemos aceptado que tendremos que rebajar nuestras expectativas. Puede ser oportuno lanzar la pregunta: "-Bueno, ¿qué te parece que podemos hacer?- y si no hay respuesta, adelantarse con alguna oferta: -Entiendo lo que me dices. Si te parece, puedes dedicar una hora al día a estudiar y después salir un rato con tus amigos. Si cumples con ese mínimo, no diremos nada más sobre tus salidas."


Valorar las posibles contraofertas y ceder, si es posible, en alguna de sus condiciones.


Aceptar el mejor acuerdo posible y valorarlo positivamente. Seguramente nuestro hijo se comprometerá menos de lo que nos gustaría, pero aun así el paso es importante. En cualquier caso es importante mostrar agrado por lo que hemos conseguido.


Comprobar y exigir el cumplimiento del acuerdo. Normalmente tras su compromiso será más fácil, o al menos aceptara de mejor grado una sanción merecida.
CONDICIONES DE LA NEGOCIACIÓN

Realizar la entrevista cuando tanto él como nosotros estemos en un estado de ánimo relajado, sin nervios ni tensiones.


Buscar un lugar tranquilo y sin distracciones. No estar, por ejemplo, delante de la televisión.


El padre o la madre, quien sea que mantenga el diálogo con el hijo, procurará hablar en representación del otro, aunque no esté presente.


Evitar los sermones y el lenguaje dogmático.


No es necesario sentarse uno frente al otro. Quizá es más conveniente negociar con posibilidad de movimiento. De esta manera la conversación resulta menos formal y menos violenta.


Controlar nuestro vocabulario y tono de voz. Como padres y personas más maduras y preparadas, no deberíamos dejarnos llevar por nuestras emociones. Tenemos que controlar en todo momento la manera de dirigirnos a nuestro hijo, aunque él pierda los nervios. A veces este recurso es el único que nos permitirá llevar al final la negociación y reconducir el hilo del diálogo.

Imponer unos límites en la educación de nuestros hijos

Diciendo "no" también educamos
Eso está bien, aquello está mal, así se hace, así no... nos da la impresión de que los primeros años de nuestros hijos los pasamos señalando todo lo que se puede y, sobre todo, lo que no se puede hacer. Muchos padres tienen la sensación de decir “no” mil veces al día. O, al menos, de tener ganas de decirlo, porque con frecuencia nos frena la inseguridad de prohibir cosas a nuestros hijos. En realidad, poner unos límites claros y razonables es una de las tareas más importantes para que los niños no se conviertan en unos pequeños tiranos. Y cuanto antes, mejor.


La educación de los niños debe tener como objetivo fundamental el desarrollo de personas maduras, responsables y autónomas. Si el afecto, la ternura y la comunicación son instrumentos básicos para conseguir este resultado, no debemos olvidar que imponer unos límites claros y coherentes, aunque sea complicado e ingrato, es más que necesario.
Normalmente, a los padres nos resulta más fácil o cómodo decir "sí" a todo aquello que piden los hijos o dejarles hacer lo que quieren, pero decir un "no" a tiempo también es conveniente y necesario. De esta manera, enseñaremos a los niños a interiorizar unas normas y conseguiremos transmitir una disciplina que harán suya desde pequeños hasta que, progresivamente, se responsabilicen de su comportamiento.


Resulta divertido ver cómo desde muy pronto nuestros hijos aprenden a decir "no". Se niegan a ir a la cama, no quieren lavarse las manos antes de comer, nunca quieren recoger su habitación, mientras que a los padres nos cuesta llevarles la contraria y mantener firmes ciertos criterios. No se trata de ser rígidos e intolerantes, ni de convertirse en unos padres despóticos y autoritarios que siempre se opongan a los deseos de sus hijos, sino de entender la realidad y posibilidades de los pequeños en cada etapa de su desarrollo, mostrándoles convenientemente lo que pueden y no pueden hacer, lo que está permitido y lo que no lo está.

Durante los primeros años el "no" es una manera de frenarlos, de protegerlos, ya que los niños y niñas, llevados por su curiosidad, comienzan muy pronto a explorar su entorno y su afán descubridor puede llevarles a menudo a situaciones peligrosas: poner los dedos en un enchufe, llevarse cosas a la boca, etcétera. Hay que tener en cuenta que, en ese momento, para ellos resulta difícil entender las consecuencias de su acción y olvidan nuestras advertencias. Por eso tenemos la impresión de pasar todo el día con la negativa en los labios.

A partir de los 2 ó 3 años pueden empezar a discriminar entre lo que es posible y lo que está prohibido. A medida que dominan el lenguaje están preparados para entender los motivos de las prohibiciones, por eso es el momento para explicarles por qué no deben acercarse a una estufa encendida o bajarse de una acera y no simplemente decirles "no toques" o "no hagas".

Nunca resulta fácil decir "no", ni todas las familias son iguales. Cada una tiene su forma de educar a los hijos pero, aunque a veces y en determinadas edades sea difícil encontrar el término medio entre dejarles hacer y prohibirles, lo más importante es ser coherente y mantener la decisión con los razonamientos más convenientes para cada ocasión. También es normal y lógico cometer algunos errores ya que muchas veces un "no" responde más al estado de ánimo de los padres o a nuestros propios temores que a la situación concreta que se está sancionando. En estos casos los niños pueden darse cuenta de la arbitrariedad de nuestra decisión e incluso, si son mayores, cuestionarla. Es entonces cuando es preciso hablar con ellos y enseñarles que los padres, como los hijos, también podemos equivocarnos y, si es necesario, debemos disculparnos asumiendo la equivocación, ya que nadie es perfecto.
Por último, es preciso tener en cuenta que los niños y niñas aprenden mucho imitándonos y observando nuestras actitudes, valores y comportamientos, y, por tanto, éstos deben estar en consonancia con nuestras palabras ya que de otro modo perderán, a sus ojos, todo su sentido.

Qué podemos hacer si nuestro hijo no nos obedece

Podemos contar hasta cinco en voz alta para que comprenda que estamos esperando a que haga lo que le hemos pedido. Si en este tiempo nuestro hijo no ha obedecido, sin alzar la voz ni discutir, le guiaremos con nuestras manos para que lo haga. Por ejemplo: si se niega a bajar los pies del sofá, se los retiraremos nosotros. Si queremos que recoja los juguetes, le ayudaremos nosotros…

Cuando nuestro hijo desobedezca "descaradamente" a pesar de reiterados avisos por nuestra parte, no debemos perder el control. Podemos recurrir a la técnica conocida como tiempo fuera: No le reprocharemos nada ni nos pondremos a discutir con él. Le mandaremos solo a una habitación o a un rincón donde no pueda entretenerse durante un período breve de tiempo. La recomendación es que permanezca allí tantos minutos como años tenga nuestro hijo. Tendrá un momento para reflexionar sobre qué es lo que nos ha hecho enfadar y para recapacitar sobre sus reiteradas desobediencias.
Por ejemplo: si nuestro hijo llora y patalea cada noche porque no quiere ir a su cama a dormir, llevadlo con mucha calma a un rincón aislado o habitación donde no pueda hacer nada. Al principio protestará enérgicamente pero poco a poco, si sois constantes y os mantenéis con firmeza, comprenderá que no puede ganaros. Los niños aprenden por ensayo-error y tardan en generalizar las consecuencias de su conducta.
Es probable que su respuesta sea ponerse a llorar o a patalear. Si queremos que nuestra acción surja efecto, debemos privarle de nuestra atención e ignorar su reacción. Si nos infunde pena y nos ponemos a consolarle, perderemos nuestra credibilidad y en otra ocasión volverá a actuar del mismo modo. En cambio, si tiene ganas de rectificar, se muestra colaborador o pide que le perdonéis, debemos reforzarle y animarle.

Reprimenda verbal: Si la desobediencia implica peligro para nuestro hijo o para los demás (cruzar la calle, poner los dedos en el enchufe, etc.), con un tono de voz firme y enérgico, le diremos: "¡no!" o "¡basta!" . Si es necesario, pararemos físicamente su acción. No entréis en discusiones con vuestro hijo pero sí en razonamientos: explica con objetividad las posibles consecuencias de su acción.

Qué podemos hacer para que nuestro hijo obedezca

"¡Te prometo que no te había oído!", "Sí, ahora mismo voy, espera un momento", "Que sí, que sí", "Se me olvidó, lo siento. Luego lo hago". ¿Te suenan estas frases? El "no" a una orden puede adoptar distintas apariencias y disfraces pero todas ellas desembocan en un mismo resultado: la tarea mandada por hacer y los padres molestos. ¿Por qué nos desobedecen los hijos? ¿Qué podemos hacer para evitarlo? ¿Cómo actuar ante reiteradas o sistemáticas desobediencias?


Que nuestros hijos no sigan las órdenes que les damos, es una situación frecuente y cotidiana que, en ocasiones, crea un ambiente familiar caracterizado por gritos, riñas, malas caras y sensación de frustración. Para evitar estos conflictos, es importante que los padres actuemos de forma adecuada.

El niño desobediente puede negarse a cumplir las órdenes que le damos de distintas formas:
No haciendo lo que le hemos indicado, como si no nos hubiera oído.

Diciendo "no" de manera explícita.

Expresando su desobediencia mediante rabietas o pataletas.
¿Pero, por qué es desobediente nuestro hijo?


Para llamar nuestra atención:
En ocasiones, los padres estamos pendientes de nuestro hijo sólo cuando se comporta de manera inadecuada. Es muy posible que los niños se nieguen entonces a cumplir nuestras exigencias porque son los únicos momentos en que consiguen llamar nuestra atención, aunque sea para regañarlos o castigarlos.

Alrededor de los 2 años de edad, los niños suelen pasar por una época en que responden con un "no" a todo lo que se les pide. No debemos confundir esto con la desobediencia. Nuestro hijo ha comenzado a ser más independiente de nosotros y es necesario y saludable para su madurez que lo experimente. Aunque los padres debamos comprender esta actitud, no tenemos que excedernos en permisividad y trataremos de seguir inculcándole la costumbre de obedecer.

Otros factores que pueden estar motivando la desobediencia de nuestro hijo:
No escuchar lo que le pedimos porque está distraído en otra actividad.

Estar recibiendo demasiadas órdenes a la vez.

No comprender lo que le mandamos.

Estar habituado a que nosotros acabemos haciendo por él lo que le pedimos.

Saber que los padres repetiremos varias veces la indicación, antes de que él deba responder.
¿Qué podemos hacer para que nuestro hijo obedezca?

Lo primero que debemos hacer es asegurarnos que es capaz de hacer lo que le pedimos. De lo contrario, deberemos ayudarle a cumplir nuestra petición.

Trataremos de que siempre tenga bien claras cuáles serán las consecuencias positivas y negativas de su obediencia o de su desobediencia.

Debemos acostumbrarnos desde un buen principio a no repetir la orden más de una vez y nunca debemos terminar realizando nosotros nuestra propia petición.

Le daremos instrucciones simples, comprensibles para él y razonables para su edad. Podemos asegurarnos que ha entendido la petición haciéndosela repetir. También es importante que sean peticiones específicas, es decir, que quede bien claro el comportamiento que debe seguir. Por ejemplo: es mejor decir "no pongas los pies en el sofá", que "pórtate bien".

Le daremos un número de instrucciones racional y se las diremos de una en una. Nunca le daremos la siguiente petición hasta que no haya cumplido la primera. Hemos de tener en cuenta que los niños menores de cinco años no son capaces de comprender más de tres peticiones a la vez.

Podemos también ofrecerle dos opciones que llevarán a un mismo resultado y le daremos a elegir una de ellas en lugar de dar órdenes o hacer preguntas. Por ejemplo: en vez de decirle "ve a lavarte los dientes" o preguntarle "¿quieres ir a lavarte los dientes?", podemos plantear la siguiente opción: "¿te vas a lavar los dientes solo o prefieres que te acompañe?

Le explicaremos a nuestro hijo las razones por las que le pedimos o le prohibimos que haga algo. Esta información deberá ser apropiada para la edad del niño. Por ejemplo: a un niño de tres años le diremos que no puede tocar un cuchillo o unas tijeras porque puede cortarse y hacerse mucho daño.

Expondremos de manera positiva el resultado de una conducta adecuada para motivar a nuestro hijo a cumplir aquello que más le cuesta o para que asimile una conducta nueva. Así podrá comprobar que obedecer la orden conlleva consecuencias positivas para él y esto le animará a seguir por este camino. Por ejemplo: podemos decirle "cuando te pongas la chaqueta, podrás salir a jugar" o "cuando te hayas ido a la cama, te contaré el cuento que tú prefieras". Es importante que nosotros cumplamos con lo pactado.

Utilizaremos un tono de voz agradable. Es mejor si nos ponemos a la altura de nuestro hijo (en cuclillas) y le miramos directamente a los ojos (asegurándonos que él también nos mira).

Si intuimos que no se dispone a cumplir la orden, le preguntaremos si necesita ayuda o le ayudaremos directamente para que, poco a poco, se acostumbre a prescindir de nosotros y sea autosuficiente. En un principio podemos echar mano de juegos y mostrarnos de muy buen humor para que no identifique la obediencia con algo negativo. Por ejemplo: jugaremos a ver quién clasifica más rápido los juguetes por colores, tamaños… y le habremos dado un toque divertido a una tarea que puede provocar cansancio o desagradar.

Le recompensaremos cuando haya obedecido nuestra orden o petición, y nunca antes. Cuanto más inmediata sea la recompensa más efecto tendrá. Deberemos acostumbrarle a recompensas afectivas y no solamente materiales. Le abrazaremos, le halagaremos y le expresaremos nuestra alegría sin miedo a exagerar. Podemos recompensar a nuestro hijo dedicándole una tarde a él solo, sin necesidad de compartirnos con otros hermanos, recados u obligaciones.
Os proponemos un juego que puede resultar muy efectivo:
Pongamos por caso que a nuestro hijo le cuesta recoger los juguetes de su cuarto. En la pared de su cuarto colgaremos el dibujo de una escalera con 7 peldaños (por ejemplo, los días de la semana). Cada día que cumpla con la norma exigida colocaremos una pegatina de color en cada escalón. Irá ascendiendo por la escalera y cuando haya llegado al último peldaño, le recompensaremos con un premio.

Mi hijo no me hace caso no me obedece

Basta que le digas una cosa para que haga todo lo contrario, y te preguntas si tienes un hijo especialmente tozudo o si depende de ti que cambie esa conducta. En definitiva, te sientes frustrado. ¿Cómo conseguir que te obedezca? ¿Deberías exigirle más? No desesperes, todavía estás a tiempo de cambiar las cosas.


No es ningún descubrimiento afirmar que muchos hijos no obedecen a sus padres. El hecho de que los hijos no hagan caso de las indicaciones de los padres crea en ellos una sensación de impunidad frente a las normas que desorienta completamente su conducta y les priva de la seguridad que da contrastar su manera de actuar con otros criterios externos. Además produce en los padres una frustración y una desesperanza difícilmente compatible con su tarea educativa.

No es lo mismo mandar que conseguir obediencia

Mandar es dar órdenes, exigir es conseguir que obedezcan las normas, nuestras indicaciones razonables o sus propias decisiones. La exigencia es una disciplina externa que proponemos o acordamos con nuestro hijo con la finalidad de que se transforme en autoexigencia. Si la exigencia es coherente y estable crea en ellos una sensación de seguridad a la vez que les ayuda a desarrollar determinados hábitos y costumbres que les permitirán enfrentarse a nuevos retos. Por otro lado, si nuestras propuestas van acompañadas de razones, desarrollan aquellas facultades intelectuales que tienen que ver con el pensamiento consecuencial y causal.
Es importante dar preferencia a la exigencia en conductas relacionadas con su trabajo (fundamentalmente los estudios), con la convivencia, con el desarrollo de virtudes personales (reciedumbre, prudencia, sobriedad...) y de buenos hábitos.

Las estrategias más recomendables para conseguir la obediencia son básicamente cuatro:

Informar a nuestro hijo acerca de lo que esperamos que haga, cómo debe hacerlo y en qué condiciones. No basta, por ejemplo, decir a nuestra hija de seis años que se ha de portar bien cuando vamos a comer a casa de los tíos. Deberíamos concretar que esperamos que use los cubiertos correctamente y que no se queje de la comida. Y si no le gusta la comida, le podemos ofrecer la alternativa de que pida que le pongan poco.


Motivarlo para que se esfuerce por comportarse como le indicamos. Podemos exponerle aquellas razones que le hagan ver que lo que proponemos, es interesante para él, ya sea porque le reporta alguna ventaja a medio plazo, porque con ello nos complacerá o porque no hacerlo así le perjudicará de alguna manera.


Comprobar que ha hecho lo que esperábamos que hiciera. No dar por supuesto que lo hará. Nada hay más desmotivador para nuestros hijos que nuestra falta de atención por sus logros o reveses. No comprobar si lo ha hecho bien significará afirmar que aquello no era muy importante o que él mismo no es muy importante.


Valorar su conducta, es decir, decirle si lo ha hecho bien y demostrar aprecio y agrado por el esfuerzo realizado. Y, en caso de fracaso, mostrar desaprobación por la conducta aunque no desprecio hacia él. No descartamos los premios o los castigos siempre y cuando sean proporcionados y ajustados al hecho que se quiere alabar o reprender.


Pero esta receta puede resultar ineficaz si no se combina con algunas precauciones y se adapta a las circunstancias y al carácter de los hijos. Vale la pena tener presentes algunas de las siguientes recomendaciones.

Exigir pocas cosas y suficientemente espaciadas en el tiempo. Conviene exigir pocas cosas a la vez. Da verdadero vértigo escuchar seguidas todas las indicaciones y mandatos que reciben algunos niños a lo largo de una jornada. Nos gustaría que todo lo hicieran bien y que no se descuidaran en nada. Pero la mayoría de veces, a fuerza de exigir demasiadas cosas a la vez, no conseguimos nada.


Lo que le pedimos debe estar a su alcance. Hay que asegurarse que aquello que le pedimos a un niño está realmente a su alcance. No debemos perder de vista la etapa evolutiva en la que se encuentra el niño ni sus capacidades en relación con lo que le pedimos. No es adecuado pedirle a un niño de 2 años que se haga la cama cada día, ni tampoco proponerle a uno de 15 que apruebe todas las asignaturas el próximo trimestre si en el anterior lo ha suspendido casi todo. Vale la pena asegurarse que logrará lo que le proponemos ya que el éxito le animará a perseverar.


Nuestra exigencia debe ser, valga la expresión, "acolchada". No es necesario hacerla más difícil de lo razonable. Nuestros hijos no son, al menos aún no, unos héroes. Que hagan lo que tienen que hacer, sin "rebajas" ni vanas compasiones, pero tampoco más.


Debemos mostrar que confiamos en él. Si demostramos que confiamos en que hará lo que le hemos pedido seguramente lo hará lo mejor que pueda. Es mucho más difícil traicionar la confianza que confirmar la desconfianza. Vale la pena confiar en su palabra. Y si aún y así desobedece, darle una oportunidad, buscar algo positivo que decirle, como que tenéis confianza en que cambiará, o que seguramente es un descuido pero que no quería hacerlo así de mal.


Decir las cosas con seguridad. Es importante transmitir seguridad a la hora de pedir algo, tanto a través de nuestras palabras como a través de los gestos. El grado de seguridad que tu hijo perciba en lo que le dices, le frenará o le incitará más a desobedecer. Por eso es mejor decir:


- Dentro de diez minutos será hora de que te pongas a hacer los deberes - dicho sin insistir y continuando con lo que estábamos haciendo, que decir:
- ¿Te irás a hacer los deberes a las seis?
No dar órdenes imperativas ni acompañarlas con ningún gesto o contacto físico amenazante. Este tipo de órdenes provoca reacciones de total oposición en el niño.


No usar amenazas vanas o premios inalcanzables. Nunca prometer aquello que no se puede cumplir. No hay nada que estimule más la desobediencia de un niño que un castigo que no se cumple o un premio que no se alcanza. Los castigos o premios propuestos han de ser razonables, proporcionados y posibles. En todo caso, si por error o por falta de autocontrol, hemos amenazado con algo que no es razonable, debemos explicarle las razones por las que hemos decidido cambiar el castigo por otro más razonable. Cuando sea necesario reprenderle, es muy eficaz mostrar disgusto, pero no ira.


No perder la calma. Es fundamental, aunque requiere cierto entrenamiento, no perder la calma ante las palabras o los hechos de nuestros hijos. La falta de compostura, la perdida del autodominio y los gritos nos ponen en ridículo, y con ello, nuestra autoridad se derrumba, especialmente si estamos tratando con adolescentes.


Finalmente quiero resaltar una vez más la importancia del ejemplo de los padres. Sólo las personas que son capaces de vivir su vida con ejercicio constante de autodisciplina y autoexigencia, tienen el prestigio, la experiencia y la técnica necesarios para exigir a otros.

Aumentar, recuperar o perder autoridad ante nuestro hijo

¿Qué se necesita para disfrutar de una autoridad eficaz? A veces, intentamos por todos los medios que nuestros hijos nos hagan caso y no hay manera de conseguirlo. La solución no es tan difícil aunque, eso sí, necesita constancia, unas pocas normas muy claras y favorecer al máximo la participación de nuestros hijos a la hora de tomar decisiones.


Al comienzo de este año escuché unas declaraciones de representantes de asociaciones de padres y madres que decían lo siguiente: "Dado que los padres, en las actuales circunstancias sociales no podemos hacer frente a la educación de nuestros hijos, exigimos que las administraciones públicas pongan a nuestra disposición todos los medios necesarios para …"
Me inquietaron dos de las ideas que expresaron: "no podemos hacer frente a la educación de nuestros hijos..." y "que las administraciones públicas..." hagan algo para educarlos.

A mí me gusta pensar que somos los padres los que debemos educar a nuestros hijos y de ninguna manera me gustaría ceder ni un ápice de este derecho a las administraciones públicas. Me inquietó también escuchar que los padres "no podemos" educar a nuestros hijos en la sociedad de hoy en día, porque yo no creo que eso sea cierto. Los padres tenemos la posibilidad y la capacidad para educar a nuestros hijos y podemos hacerlo bien, salvo en casos muy especiales.

En numerosas familias, la autoridad de los padres se ha debilitado. Muchos padres no consiguen poner límites a los horarios de sus hijos, a los tipos de diversiones, a las demandas consumistas, a su desidia en los estudios, a sus malos modales... Pero buscar las causas y las soluciones fuera de la familia, no sirve de nada. La solución a esta crisis de autoridad debemos buscarla en el interior de la familia y, sobretodo, en cómo nosotros, los padres, la estamos ejerciendo. ¿Quizás nos estamos equivocando?

¿Qué se necesita para disfrutar de una autoridad eficaz?

Algunos padres piensan que perder autoridad es irremediable. Pero la autoridad no es un don divino que se nos otorga y con él obtenemos la ciencia para decidir correctamente, el ingenio para organizar y la habilidad para ser obedecido. Y, al igual que no se nos otorga, tampoco se nos niega como si se tratara de un objeto. El grado de autoridad que tengamos los padres depende, sobretodo, de cómo utilizamos el poder que tenemos sobre los hijos, y eso nos permite aumentarla, recuperarla o perderla.

La autoridad de los padres será eficaz si reúne ciertas condiciones:
Que exista consenso entre el padre y la madre.
Que se ejerza de modo participativo y se sepa llegar a acuerdos.
Que persiga como fin la educación de los hijos y su autonomía.
Que sea coherente con la conducta de los propios padres.
Que se apoye en valores y normas estables.
Que se traduzca en hechos.
La no existencia de alguna de estas condiciones puede ser la causa real de la crisis de nuestra autoridad como padres. En la medida que consigamos cumplir mejor estas condiciones, nuestra autoridad podrá recuperarse o fortalecerse. Lo mejor es empezar a ejercer una autoridad positiva cuando nuestros hijos son pequeños. Pero si no ha sido así, todavía estamos a tiempo. Cuanto antes cambiemos algo y mejoremos, tanto mejor.


El consenso en la pareja. Que la pareja debe estar de acuerdo en relación con los objetivos y los medios educativos es algo que resulta evidente aunque a veces no es fácil de llevar a cabo. La responsabilidad como educadores, y por tanto la autoridad, es tanto del padre como de la madre, y sólo el acuerdo entre ambos permitirá progresar correctamente en la educación de nuestros hijos. Se necesitará el intercambio constante de información entre la pareja sobre nuestros hijos, sobre cómo podemos ayudarles, las normas que estableceremos, los estímulos que les proponemos... Es bueno que los padres lleguen a un acuerdo antes de planteárselo a sus hijos. Y aunque a veces resulte difícil llegar los dos a un mismo punto debéis pensar que esta dificultad también es una ventaja, ya que en el momento de observar y saber de vuestros hijos, veréis mejor con cuatro ojos que con dos. No perder de vista que podéis ayudaros y que debéis apoyaros.


La autoridad debe ejercerse de forma participativa. Los padres no debemos imponer nada a nuestros hijos de manera despótica. Debemos proponer alternativas u opciones entre las que escoger y dejar que nuestros hijos participen en la toma de decisiones. Si somos respetuosos con nuestros hijos ellos también lo serán con nosotros. Mientras que si nos comportamos de una manera demasiado exigente mandando y obligando en lugar de sugerir y proponer, sólo conseguiremos desobediencia, indisciplina y rebeldía.


Los padres deben buscar la felicidad de los hijos y potenciar su autonomía. No debemos pedir o mandar cosas a nuestros hijos para nuestra comodidad o para nuestro propio o exclusivo beneficio. Sólo en la medida en que nuestros hijos reconozcan que las normas que establecemos y las cosas que les mandemos son para su propio beneficio e interés, nos aceptarán como autoridad. La autoridad-servicio produce necesariamente la autoridad-prestigio.


La autoridad no debe ser aleatoria, debe apoyarse en valores y normas estables. Nada hay más destructivo que los cambios de actitud de los padres en lo que respecta a lo que es bueno o malo, lo que hay que hacer y lo que no, lo que es importante y lo que no lo es. Mandar o exigir cosas según el propio estado de ánimo o según las circunstancias es una manera muy eficaz de conseguir que perdamos autoridad sobre nuestros hijos. Si ellos observan que tus exigencias no responden a otra cosa que a tu cansancio, malhumor, etc. no se verán obligados a obedecer ni entenderán por qué deben hacerlo: "Total, espero a que se le pase el enfado y ya está".


La conducta de los propios padres debe ser coherente. Los padres deben predicar con el ejemplo. Los modos de conducta incoherentes o falsos generan sencillamente rebeldía. La siguiente escena es muy significativa: "¿Queréis dejar de gritar como salvajes maleducadoooooooos?" -Grita con todas sus fuerzas la madre a sus hijos, que están inmersos en un gran alboroto.


La autoridad debe traducirse en hechos. La autoridad, además de tenerla, hay que ejercerla. Hay que tomar decisiones sobre lo que deseamos para nuestros hijos y sobre las ayudas que necesitan. Establecer, con su colaboración, las normas que revestirán el ambiente de nuestra casa. Velar por el cumplimiento de las normas establecidas y detectar los problemas de los hijos. Exigirles que cumplan su cometido y sancionar su conducta de manera positiva o negativa para ayudarles a desarrollar su propia conciencia. Necesitamos dedicación y empeño, pero nuestra autoridad para con los hijos la encontraremos en su ejercicio.

Cómo tener autoridad en la familia

¿Cómo tener autoridad?


El primer requisito para tener autoridad es, como ya hemos dicho, ejercerla día a día. Como cualquier actividad, si no se practica se pierde. Los padres hemos de tomar decisiones diarias que ayuden a nuestro hijo a respetar los límites naturales, que le ayuden a madurar como persona. La permisividad y el "dejar hacer" son enemigos de la autoridad que ayuda a crecer.

En segundo lugar es necesario huir del autoritarismo, consistente en el ejercicio del poder de modo injusto, inútil y cuando no se debe.

En tercer lugar, para tener autoridad es preciso tener prestigio. Una persona tiene prestigio cuando se le reconoce una habilidad o cualidad determinada. Un estudio de la Universidad de Navarra comprobó que el prestigio de los padres ante los hijos no depende ni del dinero que ganan, ni del coche que tienen, ni de la práctica de un deporte, ni tan siquiera del cargo que ocupan, sino que depende de tres factores fundamentales:

Del modo de ser de la persona: generosa, serena, optimista, humilde, generosa,...
Del modo de trabajar: el hijo exige de sus padres un trabajo de calidad y un comportamiento honrado en su actividad laboral.
Del modo de tratar a los demás: Tanto a la familia como a los amigos y compañeros, o a la sociedad en general.


Por último, no hay autoridad sin respeto fundamentado en la integridad, la sinceridad y la empatía con el prójimo, nunca en el miedo y en la imposición.

Cuando no tenemos autoridad en la familia

¿Qué ocurre cuando no tenemos autoridad en la familia? Que nuestro hijo se apodera de ella. Los educadores saben que una autoridad bien entendida obtiene el respeto del niño y es la piedra angular para desarrollar personas equilibradas y felices. De eso se trata, de ayudar a crecer. ¿Cómo conseguir autoridad? Es importante tomar decisiones correctas y útiles para el niño día a día.


La palabra autoridad se deriva del verbo latino "augere", que quiere decir ayudar a crecer. Para un educador es importante distinguir entre:

"ser autoridad"
"tener poder"
"tener autoridad"
Una persona es autoridad por el cargo que ocupa. El director en la empresa, el alcalde en la ciudad, el profesor en la clase o el padre-madre en la familia son, por principio, la autoridad. Como consecuencia de ser autoridad tienen, a priori, un capital de prestigio y de reconocimiento que les permite tener autoridad.

En efecto, cuando nace nuestro hijo todos los padres disponemos del mismo capital de autoridad. En cambio, vemos a diario que, cuando un niño tiene sólo tres años, ya hay padres que han sido capaces de aumentar su autoridad y padres que han perdido gran parte del capital con que partieron. Para seguir teniendo autoridad es preciso ganarla día a día con decisiones:

correctas
justas
y útiles
Por otro lado, el ser autoridad conlleva no sólo tener poder para mandar a otros, sino también una capacidad coercitiva. Es aquello de que quien manda, manda, aunque mande mal. Cuanta más autoridad tenemos como padres, menos hemos de ejercer el poder. Y al contrario, en la medida que nuestra autoridad disminuye, debemos imponer medidas coercitivas: castigos, gritos, enfados, etc… que cada día han de ser mayores para que tengan efecto, deteriorando así la buena relación entre nosotros y nuestros hijos y, en consecuencia, la calidad de vida familiar.



¿Qué pasa cuando no tenemos autoridad en la familia?


Tenemos que partir de la base que la relación entre padres e hijos en edad de educar no es una relación de igualdad, sino jerarquizada. Un padre es un adulto al que se le supone una sabiduría que nuestro hijo no tiene. Los niños, hasta la adolescencia, tienen una gran capacidad para aprender datos y conocimientos, pero no tienen sentido común para afrontar muchas situaciones de la vida diaria. Hemos de ser nosotros, los padres, quienes pongamos los límites a su libertad individual para protegerlo físicamente, ya que puede, por ejemplo, cruzar la calle impulsivamente sin reparar en los coches que lo pueden herir o matar.


Igualmente debe ser un adulto quien le obligue en ocasiones a realizar una tarea que en principio no le apetece pero que a largo plazo supondrá un gran bien para él. Es el caso de muchos niños que tienen en un primer momento aversión a la natación, pero tras obligarles con firmeza y cariño aprenden a nadar y esta actividad acaba siendo una de las que más satisfacciones les produce.

Somos los padres quienes hemos de tomar decisiones por él para evitar males mayores que afectan además a otras personas, como compañeros y profesores.

Fernando Savater dice "el padre que no quiere figurar sino como el mejor amigo de sus hijos, algo parecido a un arrugado compañero de juegos, sirve para poco; y la madre, cuya única vanidad profesional es que la tomen por hermana ligeramente mayor que su hija, tampoco sirve para mucho más".

Cuando no tenemos autoridad, nuestro hijo se convierte en autoridad, llegando a disponer y a usar la correspondiente cuota de poder inherente a ella. Nadie desea un jefe que no tenga ni sabiduría, ni sentido común, ni ningún sentido de la medida para ejercer su poder, porque estaremos soportando y sufriendo un tirano, un dictador, que es en lo que se convierte nuestro hijo cuando se da esta circunstancia.

En segundo lugar, si nuestro hijo no encuentra "autoridad" en casa porque la hemos perdido, la busca fuera de ella. Busca líderes individuales que no siempre son positivos para él o se refugia en el grupo al que sigue y sirve de modo gregario (gregario quiere decir en rebaño) ciegamente, sin hacer caso a los esfuerzos de las personas que lo quieren bien.

Por último, muchos de nosotros, cuando llegamos a esta situación, nos sentimos impotentes, pedimos ayuda al Estado y a la escuela, y no sólo queremos que actúen por nosotros, sino que además exigimos resultados cuando a lo largo de los años no hemos sabido o querido vivir como un adulto con todas sus consecuencias.

La estimulación del niño con deficiencia auditiva

La estimulación del niño con deficiencia auditiva deberá potenciar sus posibilidades de relación, comunicación y desarrollo global.
En un principio, se trabajarán las capacidades sensoriomotrices: visual, táctil y en algunas ocasiones, auditivo. Para ello debemos utilizar todo lo que pueda llamar su atención. Por ejemplo, acompañando los estímulos auditivos de vibraciones percibidas por el tacto - un molinillo de café, la lavadora, la voz grave de papá, la aspiradora…-.
Respecto al lenguaje, siempre que hablemos con nuestro hijo deberemos hacerlo de cara permitiéndole que pueda leer nuestros labios. La lectura labial facilita la comunicación (sobre todo en los casos de audición deficiente).
Los padres debemos evitar las conductas de sobreprotección y de rechazo y debemos, por encima de todo hablar, cantar, jugar con nuestros hijos… y, en la medida de lo posible, sin pensar "no me oye". Debemos considerar que aquello que afecta al niño con deficiencia auditiva no siempre es una cuestión de volumen sino más bien de calidad del sonido. El libro Guía para estimular a niños sordos nos ofrece muchas sugerencias que nos servirán para potenciar la atención del niño con déficit auditivo.

Cuanto más grave es la sordera más frecuentes son los trastornos de personalidad y de desarrollo afectivo.
El niño sordo suele ser más indisciplinado que los demás. A menudo no controla sus reacciones. Da muestras de cólera, agresividad o melancolía cuando se le lleva la contraria. Al enfrentarse a situaciones que no siempre puede dominar, el niño sordo reacciona a la defensiva, huye, se esconde y se aísla de un entorno que le es desagradable o dañino. La privación de comunicación y sus limitaciones en general, son percibidas por el niño como una fuente de frustración. Debido a su déficit, no entiende -como podría hacerlo un niño normal- las órdenes que se le dan en casa o en la escuela. Todos estos aspectos influyen sobre su personalidad y hay que tenerlos en cuenta a la hora de tratar sus conductas inapropiadas. Es recomendable la intervención de un psicólogo para tratar los problemas afectivos del niño y atender las necesidades de los familiares.
Los padres necesitarán ayuda y mucha dedicación para educar a un hijo con un trastorno auditivo y siempre deben evitar poner en segundo lugar a los otros miembros de la familia, especialmente a los hermanos. La paciencia, la constancia y la actitud positiva son imprescindibles para que la convivencia familiar se desarrolle dentro de unos límites de normalidad y se cree un ambiente emocionalmente estable en el que el niño pueda crecer equilibradamente.

El niño con deficiencia auditiva

Al principio te llamó la atención lo alta que ponía la tele. Después empezó a recluirse en sí mismo y no sabías qué pasaba. Los informes de la escuela tampoco eran demasiado halagüeños. Hasta que, tras unas pruebas, te hicieron saber que tu hijo tenía una deficiencia auditiva. El diagnóstico y tratamiento precoz son imprescindibles para conseguir una buena adaptación y desarrollo de los niños con este déficit. Una buena planificación terapéutica favorece que un niño sordo tenga una vida lo más normalizada posible y pueda integrarse en la sociedad. Para ello es necesario la cooperación entre un equipo multidisciplinar y la familia. El equipo multidisciplinar aportará los recursos médicos y psicológicos que hagan falta. La familia proporcionará el soporte emocional necesario para el bienestar del niño y del resto de sus integrantes.


La llegada al seno familiar de un hijo con trastorno auditivo total o parcial produce una gran conmoción en los padres. El déficit auditivo plantea un doble problema: el primero es la deficiencia auditiva del niño y el segundo, y no menos importante, el trauma que esta situación provoca en los padres.

Por un lado, los padres están angustiados por no saber cómo será su hijo y si sabrán cómo tratarlo y educarlo, y por otro deberán asumir que no tienen el hijo perfecto con el que habían soñado. En un principio, es tan beneficioso atender al bebé como a los padres. Los profesionales (pediatra, otorrinolaringólogo, foniatra, psicólogo) serán los que pueden informarlos sobre los cuidados de su hijo y proporcionarles el apoyo de todo tipo que necesiten. La intervención de un psicólogo puede ser de suma importancia para ayudar a algunos padres a pasar por un proceso que consta de varias etapas: crisis inicial o estado de shock, etapa de negación del problema, aceptación de la situación y finalmente actuación. Un niño con una deficiencia auditiva es un niño diferente de los demás, pero estimulado adecuadamente puede llevar una vida normalizada: ser una persona autónoma, cursar estudios, etc.

Según la Organización Mundial de la Salud (O.M.S.), el niño sordo es aquel cuya agudeza auditiva es insuficiente para permitirle aprender su propia lengua, participar en las actividades normales de su edad y seguir con aprovechamiento la enseñanza escolar general.

La sordera se puede definir en función de su naturaleza, de su intensidad o de su origen.

Clasificación según la naturaleza.
Sordera de transmisión: La calidad de recepción de la palabra es deficiente. Es la más frecuente.


Sordera de percepción: La deficiencia auditiva afecta a la percepción de las palabras. Las dificultades de aprendizaje fonético son considerables. Este tipo de sordera aparece aislada o asociada a la sordera de identificación.


Sordera de identificación: La comprensión de conceptos es muy difícil debido a la mala recepción y percepción de las palabras. Se produce una alteración de la simbolización de origen central. Puede existir aisladamente pero es frecuente en la sordera de percepción.
Clasificación según la intensidad. Debemos distinguir entre sordera y déficit auditivo definido por los decibelios percibidos.
Sordera total: déficit superior a 85 decibelios.


Sordera profunda: déficit de 60 a 85 decibelios.


Sordera ligera: déficit de 40 a 60 decibelios.


Mala audición: déficit inferior a 40 decibelios.
En estos dos últimos puntos es posible la adquisición del lenguaje aunque con problemas de articulación o pronunciación. Clasificación según el origen u etiología. Alrededor de un 36% de los casos son de causa desconocida, el resto pueden ser una causa:
Genética: Es la sordera congénita que supone el 50% de los casos.


Prenatal: Originada durante el embarazo por enfermedades como la rubéola.


Neonatal: Originada durante el nacimiento (parto, nacimiento prematuro, infección, etc.)


Adquirida durante la infancia: Originada por traumatismos, infecciones, etc.
Los primeros años de la vida de un niño son los más decisivos. El problema que puede llegar a tener un hijo sordo está condicionado por el nivel de lenguaje en el momento de aparición de la sordera. Es diferente el desarrollo de un niño con el lenguaje oral y/o escrito adquirido que un niño que es sordo desde el nacimiento. Distinguiremos, pues, los niños con sordera congénita y los de sordera adquirida.

Los primeros son niños con una gran dificultad de comunicación con el exterior ya que carecen de lenguaje (sordomudos). Éstos tienen más dificultades para relacionarse con los demás e interactuar con el medio. Cuanto más intensa sea la sordera mayor probabilidad de que haya mudez. A pesar de esta deficiencia, el niño sordomudo estimulado correctamente desarrolla un nivel de inteligencia normal.


Los trastornos de la sordera adquirida varían en función de si ha aparecido antes de aprender a hablar y/o escribir o después. Si no hay lenguaje, la situación es parecida a los niños con sordera congénita. Si hay lenguaje en el momento de la aparición de la sordera, la dificultad para el desarrollo es menor.
Por todo ello, el diagnóstico precoz y la aplicación de un tratamiento adecuado son decisivos: la estimulación temprana, la utilización de prótesis (audífonos), la reeducación (aprendizaje de lenguaje por signos, lectura labial) y el tratamiento médico-quirúrgico (implantación de prótesis, intervenciones quirúrgicas, medicación…) siempre y cuando el equipo médico lo considere necesario.

Que pueden hacer los padres para desarrollar la inteligencia en nuestro hijo

Mi bebé: El explorador más joven del mundo
Los primeros años de vida de nuestro hijo son los más importantes y decisivos. ¡Aprenderá más en dos años que un universitario durante toda su carrera! Explorar significa mucho más que aprender. Significa descubrir, investigar, madurar, adaptarse a un entorno y, en definitiva, desarrollar la inteligencia. Y nosotros tenemos la oportunidad de ofrecerle todo un mundo de sensaciones.


Nuestro hijo aún no tiene dos años. Es un bebé muy despierto que se interesa por todo lo que ve. A veces, le dejamos coger nuestras llaves y queda cautivado por los reflejos de la luz en el metal o por el sonido que hacen al caer al suelo. ¿Qué interés puede tener unas llaves? Para nuestro hijo, todo lo que pueda hacer con ellas le ayudará a desarrollar su inteligencia.

Nuestro pequeño ha nacido dotado de un conjunto de reflejos que, a medida que vaya creciendo, darán lugar a actos voluntarios que le ayudaran a conocer su entorno y ser más autónomo (coger juguetes, tomar solo el biberón...). Para descubrir y, por lo tanto, conocer, madurar y adaptarse a su entorno necesita manipular, oler, escuchar…experimentar por sí mismo, equivocarse y aprender de los errores…¡investigar!.

Durante los dos primeros años de vida, va a realizar proezas que nunca más repetirá. Será capaz de pasar de ser un ser prácticamente indefenso a una persona que anda, corre y se comunica sin necesidad de que nosotros le ayudemos. Habrá explorado el mundo que le rodea utilizando sus sentidos. Tocando, observando, oliendo, probando y escuchando llegará a conocer e intervenir en su mundo más inmediato. El aprendizaje resultado de estos descubrimientos le permitirán estructurar su mente y progresar en su desarrollo.



¿Qué podemos hacer nosotros?

Debemos proporcionarle un ambiente rico en estímulos, donde nuestro hijo pueda explorar, y así conocer:
Colores (rojo, amarillo, azul, etc…)

Formas (cuadrado, redondo, triángulo, etc…)

Texturas (suave, rugoso, áspero, etc…)

Tamaños (grande, pequeño, etc…)

Materiales (plástico, látex, madera, metal, tela, lana, etc…)

Gustos (salado, dulce, etc…)

Olores ( fresa, agua del mar, etc…)

Sonidos (canto de pájaros, sonido de objetos que caen, cascabeles, campanillas, etc…)
Aunque nos parezca extraño empieza a aprender conceptos lógico-formales a través de la exploración de los tamaños, las formas, etc., y de las relaciones que existen entre ellos.


Es importante ofrecerle un lugar tranquilo y tiempo para explorar, observándole desde lejos, sin intervenir. Los momentos de exploración y de investigación son del niño y de las cosas que esta a punto de descubrir, no de los padres que acostumbramos a poner límites para que hagan lo que nosotros creemos que es importante.
Por ejemplo, si le damos un puzzle y nos empeñamos en que coloque las piezas, nuestro hijo probablemente se las lleve a la boca o las tire. ¿Está haciéndolo mal? No. Si pudiese hablar, probablemente nos diría: " Estos juegos todavía no me interesan, antes hay otras cosas que quiero hacer". Y lo que quiere hacer es explorar.

Las prohibiciones constantes obstaculizan su curiosidad y frenan sus ansias de exploración y, por tanto, de progreso. Es una etapa caracterizada por la actividad y debemos tenerlo en cuenta para no abusar del tajante "no". Permitamos que se arriesgue, que descubra y que se equivoque para poder buscar soluciones por sí mismo. Adoptemos una actitud vigilante (seguridad en casa) sin sobreprotegerlo, animándole a superar pequeños desafíos y a confiar en sus propias capacidades.
Aprovechemos esta curiosidad innata y proporcionemos actividades adaptadas a su edad.

Cómo desarrollar la inteligencia en el niño

Cómo desarrollar la inteligencia de tu hijo

Hasta los seis años, tu hijo dispone de un potencial que no volverá a tener en toda su vida. Y está demostrado que una estimulación adecuada y sistemática, sobre todo durante los tres primeros años, contribuye a desarrollar sus enormes capacidades. Por eso se recomienda que el niño crezca rodeado de estímulos sensoriales y psicomotrices. Es lo que se conoce como "aprendizaje temprano".


Las vacunas son, tal vez, el mejor representante de la medicina más eficaz: la preventiva. En educación todavía no hemos encontrado un método tan sencillo de administrar para potenciar en los niños la capacidad de aprender, y así prevenir el temido fracaso escolar.


La primera idea importante que los padres de un recién nacido debemos tener es que todo niño llega al mundo con una enorme capacidad para aprender. Tanto es así que a los 6 años, siguiendo el perfil de desarrollo de Doman-Delacato, un niño ya ha aprendido:
A entender el lenguaje oral


A leer el lenguaje escrito


A reconocer un objeto mediante el tacto


A caminar erguido en patrón cruzado


A hablar un lenguaje abstracto, simbólico y convencional


A escribir este lenguaje


Estas seis funciones, se caracterizan, en primer lugar, porque son exclusivas de la corteza cerebral humana y ningún otro ser de la tierra las posee. En segundo lugar, porque son el fundamento y la base de todos los aprendizajes posteriores.



Cuanto más asumidas y automatizadas estén estas funciones cuando nuestro hijo comience la escuela (primaria), más posibilidades de éxito tendrá


Igualmente es fundamental comprender que ninguna de estas funciones básicas las puede ejercer un recién nacido porque, como seres humanos, heredamos enormes potencialidades para desarrollar a lo largo de nuestra vida, pero muy pocas realidades. La explicación radica en que el niño ya nace con el número de neuronas del que dispondrá toda la vida. Pero una neurona, por sí sola, sirve para muy poco. De hecho, mueren miles de ellas diariamente y no pasa nada. Lo verdaderamente poderoso son los circuitos neuronales que se van formando mediante la estimulación que el cerebro recibe a través de los sentidos y del movimiento. El conjunto de circuitos constituyen una poderosa red que, junto a la mielina que recubre las dendritas y los axones para que la información viaje por las vías nerviosas con rapidez, hace que el cerebro pase de pesar 340 gramos en el recién nacido a 970 a los 12 meses, 1250 a los 6 años. Es decir, se multiplica su peso casi por cuatro.

Todo esto nos conduce a lo más importante para el aprendizaje temprano: estos circuitos neurológicos sólo alcanzan la plenitud si, a través de los sentidos y del movimiento, llegan estímulos al cerebro en esta etapa de la vida de la persona. Y lo más importante: estas funciones humanas superiores sólo pueden llegar a su máximo potencial, si se conceden al niño oportunidades de aprendizaje, durante estos primeros años de especial desarrollo neurológico.

Numerosos ejemplos desgraciados ponen de manifiesto esta realidad:
El más reciente tal vez sea el caso de un niño y una niña encontrados en un bosque de Japón en 1972, cuando tenían, según las radiografías de sus huesos, entre 5 y 6 años. Se comportaban como animales en el caminar y en el modo de comunicarse. En 1990, con 23 ó 24 años, a pesar de los esfuerzos de numerosos especialistas, no habían conseguido andar erguidos con habilidad, usar las manos para tareas finas, ni comprender ni expresar lenguaje hablado o escrito.


La evolución de los niños que vivían los primeros años en los antiguos orfanatos es otro triste ejemplo en la misma dirección. Como dice Doman, algunos niños no están atados porque son disminuidos, sino que son disminuidos porque han estado atados.


En sentido contrario, los niños con más posibilidades de éxito a lo largo de la historia han sido aquellos que en su casa han tenido un ambiente culturalmente rico, y sus padres, especialmente las madres, guiadas por su amor y su sentido común, han valorado la cultura y han dado oportunidades a sus hijos, desde el primer día, para tocar, ver, oír y moverse.

Si el cerebro funciona así, ¿cómo es posible que todavía haya parvularios que no pongan en práctica el aprendizaje temprano? Una de las cosas que más cuesta al ser humano es cambiar sus costumbres. Una muestra evidente de ello es el fenómeno "Qwerty". ¿No sabe qué es? Mire el teclado de su ordenador y fíjese en la primera fila de letras de arriba, la que está debajo de los números. ¿Ya lo ha visto? La primera letra es la "Q". Todos los teclados del mundo tienen esta disposición, no porque sea la más ergonómica para alcanzar el mayor número de pulsaciones posible, sino todo lo contrario … para ir más despacio. Cuando se inventaron las máquinas de escribir, si las letras que más se usaban estaban en los dedos más hábiles, las barras que golpeaban el carro (¡qué tiempos aquellos!) se agolpaban y la mecanógrafa perdía mucho tiempo bajándolas a mano. Para evitar esta pérdida de tiempo, se dispuso el teclado de tal manera que no se pudiera escribir muy rápido y nos colocaron la "a" en el dedo meñique de la mano izquierda. Ahora, con la electrónica no hay ninguna razón lógica para mantener este teclado pero, ¿quién es el fabricante que se atreve a cambiarlo?


En educación pasa algo parecido. Cuando, por ejemplo, se lleva muchos años actuando y defendiendo que los niños no son capaces de aprender a leer antes de los 6 años y que si lo hacen es nefasto para ellos, cuesta mucho reconocer que, mediante el método de la lengua materna, un bebé de 2 años puede, no sólo aprender, sino que además le encanta porque se lo pasa bien.

Afortunadamente, cada vez hay más parvularios, incluso algunas instancias educativas, que se están dando cuenta de la necesidad de proporcionar a los niños pequeños oportunidades de aprender. No se trata de hacer superdotados, ni de pretender que nuestros hijos sean unos genios. Pero sí se trata de ayudarles a que desarrollen todas las capacidades que llevan dentro para que sean unas personas equilibradas e inteligentes.

Ignoramos cuáles son las capacidades genéticas y hasta dónde llegarán, pero no nos debe preocupar este hecho porque sobre ello nada podemos hacer. Está fuera de nuestro círculo de influencia. En cambio, sí debemos buscar información y formarnos sobre cómo aprovechar el escaso tiempo de que disponemos los padres para nuestros hijos en la sociedad actual.

Tenemos la suerte de que las técnicas y métodos de aprendizaje temprano ofrecen a los padres esta valiosa información para que disfrutemos y nos divirtamos con nuestros hijos y, además, para que éstos alcancen las herramientas suficientes que les permitan, cuando sean adultos, elegir aquello que quieran ser.




Pablo Pascual Sorribas
Maestro, licenciado en Historia y logopeda.

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